Acaba de ser lanzado desde Viena el Reporte Mundial de las Drogas, de la Oficina de Drogas y Crimen de las Naciones Unidas (UNODC). La información y el análisis sobre Colombia provienen del Convenio Simci, que monitorea la situación de la producción de coca y cocaína en el país y que, sin duda, representa el estudio científico imparcial más reconocido y completo que se haya realizado en esta materia en el mundo.
Este estudio deja en embarazosa evidencia la precariedad de los datos generados por la más poderosa agencia de inteligencia del mundo, la CIA, junto con la DEA, sobre este mismo fenómeno.
El protagonista del informe de este año no es el incremento de las hectáreas de los cultivos de coca en Colombia, los cuales subieron en 7 por ciento, a pesar de la más agresiva campaña de fumigación y erradicación manual que se haya emprendido en la historia de la supresión de los cultivos de coca.
El personaje central es el aumento indiscutible de las toneladas de cocaína que produce Colombia. La comparación obligada en este análisis está entre las 300 toneladas métricas de cocaína que producía el país en 1996, cuando Colombia fue descertificada por los Estados Unidos, y el récord actual de productividad anual de 640 toneladas métricas, es decir más del doble de hace 10 años.
Esta industria ilícita ha aumentado en los últimos tres años en el país en más de 200 toneladas métricas su capacidad de producción anual, justo en los años más ofensivos del Plan Colombia.
La cosa grave es que el recrudecimiento de esta guerra, que ha reportado cifras oficiales de masivas incautaciones de pasta de coca y cocaína, decomisos de precursores, récord en extradiciones, arrestos, destrucción de redes de narcotráfico, erradicación manual y fumigación masiva (la más elevada hasta ahora de 170 mil hectáreas) sin contar todos los demás efectos colaterales que se derivan de la unión profana entre las drogas y el conflicto armado en Colombia, no ha ni siquiera inquietado en un gramo la disponibilidad de cocaína en los mercados mundiales de Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Londres o Madrid. Todo lo contrario.
Ante la evidencia de una estrategia ineficiente y la ausencia de reales progresos en el control de este fenómeno, estamos en mora de preguntarnos sobre cuáles datos o análisis se toman las decisiones en la lucha contra la producción, el tráfico, la distribución y el consumo de cocaína.
La pregunta está mejor dirigida al Departamento de Estado de los Estados Unidos y al Congreso norteamericano, donde se toman las verdaderas decisiones de esta lucha en Colombia, que, como un disco rayado, piden más de lo mismo. Sobre los limitados datos de inteligencia de la CIA y la DEA, el Congreso norteamericano termina aprobando, casi a ciegas, las propuestas del gobierno Bush, que en nada afectan realmente la disponibilidad de cocaína en las calles norteamericanas.
Los estadounidenses, imbuidos en su guerra en Irak, el tema nuclear de Irán y Corea del Norte y el aumento del precio de la gasolina, no se percatan de los multimillonarios desembolsos de sus impuestos, destinados al barril sin fondo de una política sin resultados.
Por ahora, el norteamericano promedio se siente cómodo con la visión de Bruce Willis de la guerra contra las drogas y la invasión de Colombia, la cual es de fácil venta al público, ya que para la primera potencia militar no hay guerra invencible. El problema es que se denomina guerra y se adelanta una estrategia militar contra un problema fundamentalmente social, tanto en la oferta como en la demanda.
El fracaso del Plan Colombia no podría ser más evidente: hoy se produce el doble de la droga en la mitad del espacio cultivado suficiente para almacenar y regular con holgura su precio. ¿Hasta cuándo Colombia seguirá observando desde la tribuna su tragedia sin fin?
Articulo original
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