Son pocos los colombianos que consideran la problemática de las drogas ilícitas de su incumbencia, a pesar de que esta representa el fenómeno que más nos ha afligido. Este es el segundo argumento que sustenta mi diagnóstico sobre por qué Colombia seguirá perdiendo no solo lustros, sino décadas, en la lucha contra las drogas.
Pero el argumento central de este diagnóstico se basa en la tesis de que, luego de tantos años de lucha, las decisiones políticas en esta materia se siguen tomando a espaldas del conocimiento científico y la experiencia empírica.
Hace más de diez años, desde cuando me imbuí de lleno en la política de lucha contra las drogas, soñaba con contribuir con mi conocimiento adquirido sobre el tema a la solución de la problemática. Por ello, ante unos funcionarios de la DEA, que en el Ministerio de Defensa nos indicaban que para maximizar la fumigación los pilotos serían guiados por GPS, tomé aire y les solté mi primera descarga académica: ¡por qué fumigar, si eso no soluciona nada! Solo genera el efecto balón, que es del abecé de esta lucha y que tanto se menciona en los informes de la ONU. ¿No se irían los cultivos a terrenos contiguos o a los países vecinos? La respuesta fue: la idea es que ustedes se quiten ese problema. Dije hacia mis adentros: eso no es solidario con nuestros vecinos, bienvenido a la realpolitik.
Luego, el destino me llevó como representante alterno de Colombia ante los Organismos Internacionales en Viena a ocuparme de la política multilateral de lucha contra las drogas. Ante la Comisión de Estupefacientes de la ONU en 1998 logramos, con el conocimiento académico y científico acumulado, darle un nuevo diseño a la política global con el reconocimiento de unos principios básicos: sin reducción de la demanda en los países desarrollados y sin desarrollo alternativo en los países productores no habrá éxito. Con solidaridad económica y social veremos resultados y la guerra contra las drogas sería un tema del pasado.
Esta era la esperanza para el mundo, pero tan solo un año después de que la Asamblea General de la ONU aprobó con gran despliegue político y periodístico la nueva estrategia internacional, la primera potencia mundial, Estados Unidos, le da el portazo: Clinton le reedita el Plan Colombia a Pastrana para convertirlo en una estrategia eminentemente militar de guerra contra las drogas.
En el 2004, desde el Gobierno, insistí en la necesidad de basarnos en elementos de juicio científicos y aprovechar el acervo cognitivo desde la academia para enfrentar el fenómeno. Tuve la oportunidad de fortalecer el instrumento más avanzado de estudio que la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito adelanta con el Gobierno sobre los cultivos de coca. Dicho instrumento, que es el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos ONU-Simci, arroja anualmente datos y análisis cada vez más completos y contundentes, que han dejado sin sustento el discurso político oficial estadounidense y colombiano sobre los supuestos éxitos en esta lucha.
¿Dónde estamos luego de más de diez años de aplicar la misma receta? En 1995, cuando comenzó una verdadera lluvia de glifosato sobre la coca y la amapola, había tan solo 45.000 hectáreas de cultivos y se producían 200 toneladas de cocaína. Ahora, en el 2005, Simci contabilizó 86.000 hectáreas de cultivos, con un récord de producción de cocaína pura en más de 650 toneladas. A este fracaso debemos sumarle su aporte en el deterioro ambiental y en la salud, por haber fumigado cerca de un millón de hectáreas, con un costo operativo de más de medio billón de dólares. Se ve que eso de trabajar, trabajar y trabajar sin darle valor al conocimiento científico nos condenará a otra década perdida en la lucha contra este flagelo.
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