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Golpe de Estado a la ONU

La convocatoria del Consejo Nacional de Estupefacientes que hizo el presidente Uribe para discutir la cifra de cultivos de coca de la ONU-Simci era tan solo un procedimiento pro forma para comunicar una decisión que se tenía ya tomada: ¡cancelar de un tajo el convenio con la ONU!

Con esta decisión, no solo a Colombia sino al mundo se lo priva de una herramienta fundamental y quizás el único instrumento internacional científico capaz de realizar un censo en uno de los eslabones principales del problema mundial de las drogas: los cultivos de coca.

El anuncio del presidente Uribe de que se van hacer censos mensuales o bimestrales con una nueva entidad privada es una afirmación que denota una gran ignorancia, quizás lanzada a la sazón de la improvisación y el mal asesoramiento. Primero, las condiciones meteorológicas no dan para obtener imágenes satelitales mensuales representativas de la extensión total del país, lo que nos llevaría a un sistema de «estimación» y no de censo. Segundo, hacer una interpretación mensual de la totalidad de los cultivos de coca en todo el territorio nacional requeriría un ejército de intérpretes de imágenes con unos costos imposibles y sin que el mercado laboral tenga esa experticia de disponibilidad inmediata.

Tercero, existe la posibilidad de que las imágenes de satélite sean reemplazadas por aerofotografía, pero con la dificultad del alto precio de tener una flotilla de aviones que se dedican a tomar fotografías mes a mes de todo el territorio nacional. ¿Se imaginan ustedes como se arma ese mosaico mensual?

El mundo no puede permitirse el cambio caprichoso de un sistema de censo que arroja cifras confiables, independientes, transparentes y verificables, de la seriedad y experticia de las Naciones Unidas, sin una explicación de fondo y a cargo de una entidad privada. Lo que el gobierno de Colombia está haciendo es botar 10 años de experiencia a la basura. Sin estas verificaciones, la comunidad internacional estaría a oscuras, sin entender lo que sucede en Afganistán con los cultivos de amapola, y con los de coca en los países andinos, especialmente en Colombia.

El centro de cómputo y análisis de las cifras mundiales de la ONU en Viena encontró, gracias al Simci, el eslabón perdido en el desfase que tenían entre las cifras de la oferta y las de la demanda, gracias a un estudio in situ, que evaluó la verdadera productividad de los cultivos. Pero el Simci no solo le ha entregado a Colombia datos de cultivos de coca con todo un detallado análisis multitemporal y tendencias, sino que ha entregado valores agregados infinitamente valiosos.

Por ejemplo, gracias a este convenio con la ONU, el Ministerio de Ambiente pudo actualizar la delimitación de los Parques Nacionales Naturales; gracias al Simci se pudo establecer que los cultivos de coca apenas son responsables de un 19 por ciento de la deforestación en estas zonas vírgenes y que hay toda otra deforestación que no se relaciona con estos cultivos ilícitos y que viene representando la verdadera gran amenaza, con el 81 por ciento de su degradación. Es esta otra gran deforestación de la que no se habla porque políticamente para el Gobierno no es rentable.

Detrás de la ONU-Simci hay todo un conjunto de países que respaldaron este proyecto, quienes lo han financiado, como Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Holanda, Austria. Declarar insubsistente a la ONU no es una competencia unilateral de Colombia. Hay que revisar esta bravuconada y, como lo dijo Daniel Samper, que el Presidente amarre la mula y deje el machete. Mejor asesoría que ésta no podemos tener los colombianos.

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El coraje es parar ya

Cuando en la víspera del viaje del presidente Uribe a Washington nos reveló la diferencia de cifras de los cultivos de coca entre la CIA, que reportaba 153 mil hectáreas, y la ONU-Simci, con 78 mil, evadió el problema fundamental al decir: “Tenemos derecho a sentirnos confundidos”. No, Presidente, lo importante no es tanto si la fiebre del paciente es de 40 o 43 grados, sino el hecho de que tiene fiebre muy alta y la medicación formulada no está funcionando.

Paralelamente, para refundirnos el fracaso de la fumigación, un muy prestante columnista facilita la confusión y nos habla del éxito del Plan Colombia afirmando: “Gracias al Plan Colombia, el área cultivada ha disminuido en los últimos 10 años en un 9 por ciento”. No es cierto.

Una sencilla comparación de las cifras oficiales del 2006 con las de 1996 evidencia la errónea apreciación del éxito del Plan Colombia. En 1996, el país tenía 67 mil hectáreas de coca en 12 departamentos. Diez años más tarde, en el 2006, Colombia tiene 11 mil hectáreas más –78 mil–, detectadas ya no en 12 sino en 23 departamentos. Pero el dato más alarmante es que, en el mismo periodo, se pasó de una producción de 300 toneladas de cocaína a una de 610 toneladas en el 2006.

La más costosa estrategia jamás emprendida para disminuir la producción de drogas ha sido un absoluto fracaso. La contraprueba está en la disminución de los precios de la cocaína en los mercados mundiales. Como lo reconoció recientemente la directora de la DEA en Madrid.

Ahora, frente a la disminución del nueve por ciento de los cultivos respecto al año anterior, debo señalar que ese dato es más una presentación política que una realidad; la cifra es la misma del año pasado. Me explico, la cifra Simci tiene un margen de error del 10 por ciento; esto quiere decir que su cifra podría estar entre las 70 mil y las 86 mil hectáreas. Pero aquí es donde entra en juego la cifra de la CIA, no para confundirnos, como dice el Presidente, sino para ayudarnos a leer la tendencia de los cultivos, y esta es a la alza, lo cual llevaría la cifra de la ONU, definitivamente, hacia las 86 mil hectáreas.

Concentremos el análisis ahora durante la época más sustanciosa del Plan Colombia, que coincide con los dos gobiernos de Álvaro Uribe. Esto decía el Presidente un año después de su posesión en un consejo comunal: “Quiero pedirle muy encarecidamente al señor Ministro del Interior y al señor general Rodríguez que aceleremos la fumigación”. Y eso sucedió.

En el país, desde el 2003 hasta el 2006, se ha fumigado la enormidad de 580 mil hectáreas, rompiendo todos los récords sin que se pueda afirmar que se ha reducido en una sola mata los cultivos de coca en el país. Esta no es una manera de hablar, es absolutamente cierto; el sube y baja de las cifras de cultivos ilícitos de los últimos cuatro años, estos se mantienen estables dentro del margen de error del 10 por ciento: 86 mil, 80 mil, 86 mil y 78 mil. Pero en cambio el potencial de producción de toneladas de cocaína sí pasó de 440 toneladas en el 2003 a 610 en el 2006.

El concluyente fracaso de la fumigación no es nuevo y, mucho menos, desconocido por el propio presidente Uribe, quien conoció un informe de octubre del 2004 del Ministerio del Interior que da cuenta detallada de esta situación Me quedaba por fuera el Gobierno de Andrés Pastrana, del que se dice fue el campeón de la reducción en cerca de un 40 por ciento de los cultivos de coca, pero esta también es una presentación política: Pastrana no redujo nada; entró con 102 mil y salió con 102 mil. ¿De dónde sale el éxito de la fumigación? El coraje aquí es pararla ya, no continuarla, pero esta soberanía sí que se nos refundió ya hace algún tiempo.

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El comienzo del fin de la fumigación

La terquedad del presidente Uribe de mantener la aspersión aérea en la frontera con Ecuador, a pesar de las reiteradas solicitudes del vecino país de suspenderlas, desencadenó, como lo pronostiqué hace año y medio, el comienzo del fin de la fumigación en Colombia. Las conclusiones del relator de la ONU para la salud, en el sentido de que “la fumigación con glifosato en la frontera está afectando la salud física de los habitantes de Ecuador y a su salud mental”, evidencian la peligrosidad de la fumigación que el Gobierno colombiano había desestimado internamente, pero que ha quedado al descubierto gracias a la internacionalización que Quito ha logrado de esta comprometedora estrategia.

El pronunciamiento público del señor Paul Hunt es un revés diplomático para el gobierno del presidente Uribe, con repercusiones inmediatas para Colombia, de tener que suspender la fumigación en la franja de amortiguación solicitada por Quito de 10 kilómetros a lo largo de la frontera. No tiene fuerza vinculante, pero desafiar la observación de un titular de procedimientos especiales de derechos humanos de las Naciones Unidas complicaría aún más el panorama de confrontación internacional. El Gobierno de Colombia deberá lidiar además con el hecho de no haber recibido al relator en Bogotá para discutir esta problemática.

El Consejo de Derechos Humanos, el próximo mes, decidirá si ampliar la investigación solicitando a Colombia información suplementaria y la aplicación de medidas cautelares. Todo este mecanismo de observación de la ONU que ha logrado activar Ecuador podría extenderse a nuestro país.

No hay seguimiento epidemiológico a la salud en la zona de más antigua aplicación del glifosato, la Sierra Nevada de Santa Marta –desde 1984–, mientras informaciones de EL TIEMPO y de la revista Legis registran que en dicha zona se presentan crecientes aumentos de las malformaciones congénitas y la incidencia más alta en América de defectos en el tubo neural en los niños de la región. No se entiende que a última hora se encargue a la OEA un estudio sobre los efectos en la salud y no a organismos especializados que ya tenían una propuesta, como la OMS y la Oficina de la ONU contra las drogas. Se desconoció la solicitud que desde 2001 realizó la Defensoría del Pueblo de suspender la fumigación. No se ha profundizado en el estudio del Invima, que revela un aumento de las enfermedades trasmitidas por alimentos, y los altos índices de correlación y determinación con el también aumento de las fumigaciones en el país. Y no se ha considerado con seriedad la afectación a pueblos y territorios indígenas. Nada explica que lo que el relator Hunt vio y constató en Ecuador no haya sido visto ni oído por ninguna entidad nacional. No faltarían ni los argumentos ni los organismos competentes para iniciar una acción contra Colombia.

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Hacia una nueva década perdida

Son pocos los colombianos que consideran la problemática de las drogas ilícitas de su incumbencia, a pesar de que esta representa el fenómeno que más nos ha afligido. Este es el segundo argumento que sustenta mi diagnóstico sobre por qué Colombia seguirá perdiendo no solo lustros, sino décadas, en la lucha contra las drogas.

Pero el argumento central de este diagnóstico se basa en la tesis de que, luego de tantos años de lucha, las decisiones políticas en esta materia se siguen tomando a espaldas del conocimiento científico y la experiencia empírica.

Hace más de diez años, desde cuando me imbuí de lleno en la política de lucha contra las drogas, soñaba con contribuir con mi conocimiento adquirido sobre el tema a la solución de la problemática. Por ello, ante unos funcionarios de la DEA, que en el Ministerio de Defensa nos indicaban que para maximizar la fumigación los pilotos serían guiados por GPS, tomé aire y les solté mi primera descarga académica: ¡por qué fumigar, si eso no soluciona nada! Solo genera el efecto balón, que es del abecé de esta lucha y que tanto se menciona en los informes de la ONU. ¿No se irían los cultivos a terrenos contiguos o a los países vecinos? La respuesta fue: la idea es que ustedes se quiten ese problema. Dije hacia mis adentros: eso no es solidario con nuestros vecinos, bienvenido a la realpolitik.

Luego, el destino me llevó como representante alterno de Colombia ante los Organismos Internacionales en Viena a ocuparme de la política multilateral de lucha contra las drogas. Ante la Comisión de Estupefacientes de la ONU en 1998 logramos, con el conocimiento académico y científico acumulado, darle un nuevo diseño a la política global con el reconocimiento de unos principios básicos: sin reducción de la demanda en los países desarrollados y sin desarrollo alternativo en los países productores no habrá éxito. Con solidaridad económica y social veremos resultados y la guerra contra las drogas sería un tema del pasado.

Esta era la esperanza para el mundo, pero tan solo un año después de que la Asamblea General de la ONU aprobó con gran despliegue político y periodístico la nueva estrategia internacional, la primera potencia mundial, Estados Unidos, le da el portazo: Clinton le reedita el Plan Colombia a Pastrana para convertirlo en una estrategia eminentemente militar de guerra contra las drogas.

En el 2004, desde el Gobierno, insistí en la necesidad de basarnos en elementos de juicio científicos y aprovechar el acervo cognitivo desde la academia para enfrentar el fenómeno. Tuve la oportunidad de fortalecer el instrumento más avanzado de estudio que la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito adelanta con el Gobierno sobre los cultivos de coca. Dicho instrumento, que es el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos ONU-Simci, arroja anualmente datos y análisis cada vez más completos y contundentes, que han dejado sin sustento el discurso político oficial estadounidense y colombiano sobre los supuestos éxitos en esta lucha.

¿Dónde estamos luego de más de diez años de aplicar la misma receta? En 1995, cuando comenzó una verdadera lluvia de glifosato sobre la coca y la amapola, había tan solo 45.000 hectáreas de cultivos y se producían 200 toneladas de cocaína. Ahora, en el 2005, Simci contabilizó 86.000 hectáreas de cultivos, con un récord de producción de cocaína pura en más de 650 toneladas. A este fracaso debemos sumarle su aporte en el deterioro ambiental y en la salud, por haber fumigado cerca de un millón de hectáreas, con un costo operativo de más de medio billón de dólares. Se ve que eso de trabajar, trabajar y trabajar sin darle valor al conocimiento científico nos condenará a otra década perdida en la lucha contra este flagelo.

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Menos coca, más cocaína

Acaba de ser lanzado desde Viena el Reporte Mundial de las Drogas, de la Oficina de Drogas y Crimen de las Naciones Unidas (UNODC). La información y el análisis sobre Colombia provienen del Convenio Simci, que monitorea la situación de la producción de coca y cocaína en el país y que, sin duda, representa el estudio científico imparcial más reconocido y completo que se haya realizado en esta materia en el mundo.

Este estudio deja en embarazosa evidencia la precariedad de los datos generados por la más poderosa agencia de inteligencia del mundo, la CIA, junto con la DEA, sobre este mismo fenómeno.

El protagonista del informe de este año no es el incremento de las hectáreas de los cultivos de coca en Colombia, los cuales subieron en 7 por ciento, a pesar de la más agresiva campaña de fumigación y erradicación manual que se haya emprendido en la historia de la supresión de los cultivos de coca.

El personaje central es el aumento indiscutible de las toneladas de cocaína que produce Colombia. La comparación obligada en este análisis está entre las 300 toneladas métricas de cocaína que producía el país en 1996, cuando Colombia fue descertificada por los Estados Unidos, y el récord actual de productividad anual de 640 toneladas métricas, es decir más del doble de hace 10 años.

Esta industria ilícita ha aumentado en los últimos tres años en el país en más de 200 toneladas métricas su capacidad de producción anual, justo en los años más ofensivos del Plan Colombia.

La cosa grave es que el recrudecimiento de esta guerra, que ha reportado cifras oficiales de masivas incautaciones de pasta de coca y cocaína, decomisos de precursores, récord en extradiciones, arrestos, destrucción de redes de narcotráfico, erradicación manual y fumigación masiva (la más elevada hasta ahora de 170 mil hectáreas) –sin contar todos los demás efectos ‘colaterales’ que se derivan de la unión profana entre las drogas y el conflicto armado en Colombia–, no ha ni siquiera inquietado en un gramo la disponibilidad de cocaína en los mercados mundiales de Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Londres o Madrid. Todo lo contrario.

Ante la evidencia de una estrategia ineficiente y la ausencia de reales progresos en el control de este fenómeno, estamos en mora de preguntarnos sobre cuáles datos o análisis se toman las decisiones en la lucha contra la producción, el tráfico, la distribución y el consumo de cocaína.

La pregunta está mejor dirigida al Departamento de Estado de los Estados Unidos y al Congreso norteamericano, donde se toman las verdaderas decisiones de esta lucha en Colombia, que, como un disco rayado, piden más de lo mismo. Sobre los limitados datos de inteligencia de la CIA y la DEA, el Congreso norteamericano termina aprobando, casi a ciegas, las propuestas del gobierno Bush, que en nada afectan realmente la disponibilidad de cocaína en las calles norteamericanas.

Los estadounidenses, imbuidos en su guerra en Irak, el tema nuclear de Irán y Corea del Norte y el aumento del precio de la gasolina, no se percatan de los multimillonarios desembolsos de sus impuestos, destinados al barril sin fondo de una política sin resultados.

Por ahora, el norteamericano promedio se siente cómodo con la visión de Bruce Willis de la guerra contra las drogas y la invasión de Colombia, la cual es de fácil venta al público, ya que para la primera potencia militar no hay guerra invencible. El problema es que se denomina guerra y se adelanta una estrategia militar contra un problema fundamentalmente social, tanto en la oferta como en la demanda.

El fracaso del Plan Colombia no podría ser más evidente: hoy se produce el doble de la droga en la mitad del espacio cultivado –suficiente para almacenar y regular con holgura su precio–. ¿Hasta cuándo Colombia seguirá observando desde la tribuna su tragedia sin fin?

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El debate sobre la penalización

En Colombia es cada vez menor el número de personas que no conocen o no tienen un familiar con problemas de abuso de drogas. Ese es un drama que padece el país en silencio, una procesión que va por dentro de cada familia afectada. Procesión que se verá acentuada por la anunciada política del presidente Uribe de penalizar la dosis personal.

Abro un paréntesis para asegurar a estas familias que no tienen que dejarse apoderar por un sentimiento de culpa, de no haber podido evitar que su hija o hijo cayera en ese mundo. No descarto que incomprensiones familiares y malos entendidos puedan influir, pero las dificultades del vivir cotidiano y los riesgos a los cuales estamos todos expuestos son tantos, que evitarlo es más una cuestión de suerte. Pero también existen en Colombia condiciones objetivas que hacen del país un caldo de cultivo apropiado para estar más expuestos a estos fenómenos. Estas tienen que ver con inadecuadas políticas de prevención o, peor aún, políticas públicas que predisponen a la sociedad a este fenómeno, por lo cual es entendible la preocupación de la Embajada de los E.U. por el aumento del consumo en Colombia.

Las deficiencias en el Estado son protuberantes: centros de tratamiento que no están bajo ningún control estatal, montados alrededor de un servicio rentable cuyo nivel profesional y ético depende de la buena voluntad y capacitación de quienes asumen este trabajo, en donde a veces ni pagando grandes sumas se encuentra la sensibilidad y profesionalidad requerida. Un gran número de estos centros son conducidos por rehabilitados que se improvisan con los más variados procedimientos de choque.

Las capas de la sociedad más desfavorecidas quedan abandonadas a su suerte, con el futuro del drogadicto sentenciado a engrosar el camino de la criminalidad y la degradación humana a los límites más insospechados. A esta suma negativa añadimos la falta de seguimiento epidemiológico sistemático y de investigación sobre la manera como el fenómeno se va desarrollando, y una total ausencia y profundización de mecanismos de prevención y alerta que guíen a la sociedad en su conjunto.

Se observa, además, que los países que implementan políticas ineficaces de lucha contra la producción de drogas con destino al primer mundo terminan generando un mayor consumo interno, por su fácil acceso y contacto con estos productos. Esto es lo que ha venido sucediendo en Colombia, con la salvedad de que el precio de este consumo no financia el terrorismo, pero sí nutre la delincuencia juvenil y el pandillismo, que tanto afectan a la seguridad ciudadana. El consumo de heroína inyectada ha tocado a Colombia, y ya son varios los casos de muerte por sobredosis de esta droga. Heroína quiere decir jeringas que potencian los riesgos de transmisión del sida.

En este panorama, el discurso electoral de proponer simplemente la penalización de la dosis personal como solución a tan complejo problema es regresivo e inoportuno. La dosis personal no ha promovido el consumo, y esto ha sido medido por especialistas. Así como el Vaticano estudia, como el “mal menor”, autorizar el uso del condón para parejas en caso de VIH-sida, Colombia no puede retroceder a la penalización de la dosis personal, justo cuando el mundo se mueve cada vez más ampliamente en sentido contrario, impulsando políticas de reducción del daño en el abuso de drogas y para prevenir justamente el contagio de esta temible pandemia.

Antes que la cárcel o penas alternativas, como erradicar cultivos ilícitos, se necesitan políticas públicas de prevención e información, ofrecimiento de tratamiento y asesoría profesional, tal como sucede con la planificación familiar, pero, por sobre todo, una política nacional soberana que libere al país de la producción de drogas, más aún cuando vemos el otro efecto perverso que está generando.

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