En Colombia es cada vez menor el número de personas que no conocen o no tienen un familiar con problemas de abuso de drogas. Ese es un drama que padece el país en silencio, una procesión que va por dentro de cada familia afectada. Procesión que se verá acentuada por la anunciada política del presidente Uribe de penalizar la dosis personal.
Abro un paréntesis para asegurar a estas familias que no tienen que dejarse apoderar por un sentimiento de culpa, de no haber podido evitar que su hija o hijo cayera en ese mundo. No descarto que incomprensiones familiares y malos entendidos puedan influir, pero las dificultades del vivir cotidiano y los riesgos a los cuales estamos todos expuestos son tantos, que evitarlo es más una cuestión de suerte. Pero también existen en Colombia condiciones objetivas que hacen del país un caldo de cultivo apropiado para estar más expuestos a estos fenómenos. Estas tienen que ver con inadecuadas políticas de prevención o, peor aún, políticas públicas que predisponen a la sociedad a este fenómeno, por lo cual es entendible la preocupación de la Embajada de los E.U. por el aumento del consumo en Colombia.
Las deficiencias en el Estado son protuberantes: centros de tratamiento que no están bajo ningún control estatal, montados alrededor de un servicio rentable cuyo nivel profesional y ético depende de la buena voluntad y capacitación de quienes asumen este trabajo, en donde a veces ni pagando grandes sumas se encuentra la sensibilidad y profesionalidad requerida. Un gran número de estos centros son conducidos por rehabilitados que se improvisan con los más variados procedimientos de choque.
Las capas de la sociedad más desfavorecidas quedan abandonadas a su suerte, con el futuro del drogadicto sentenciado a engrosar el camino de la criminalidad y la degradación humana a los límites más insospechados. A esta suma negativa añadimos la falta de seguimiento epidemiológico sistemático y de investigación sobre la manera como el fenómeno se va desarrollando, y una total ausencia y profundización de mecanismos de prevención y alerta que guíen a la sociedad en su conjunto.
Se observa, además, que los países que implementan políticas ineficaces de lucha contra la producción de drogas con destino al primer mundo terminan generando un mayor consumo interno, por su fácil acceso y contacto con estos productos. Esto es lo que ha venido sucediendo en Colombia, con la salvedad de que el precio de este consumo no financia el terrorismo, pero sí nutre la delincuencia juvenil y el pandillismo, que tanto afectan a la seguridad ciudadana. El consumo de heroína inyectada ha tocado a Colombia, y ya son varios los casos de muerte por sobredosis de esta droga. Heroína quiere decir jeringas que potencian los riesgos de transmisión del sida.
En este panorama, el discurso electoral de proponer simplemente la penalización de la dosis personal como solución a tan complejo problema es regresivo e inoportuno. La dosis personal no ha promovido el consumo, y esto ha sido medido por especialistas. Así como el Vaticano estudia, como el mal menor, autorizar el uso del condón para parejas en caso de VIH-sida, Colombia no puede retroceder a la penalización de la dosis personal, justo cuando el mundo se mueve cada vez más ampliamente en sentido contrario, impulsando políticas de reducción del daño en el abuso de drogas y para prevenir justamente el contagio de esta temible pandemia.
Antes que la cárcel o penas alternativas, como erradicar cultivos ilícitos, se necesitan políticas públicas de prevención e información, ofrecimiento de tratamiento y asesoría profesional, tal como sucede con la planificación familiar, pero, por sobre todo, una política nacional soberana que libere al país de la producción de drogas, más aún cuando vemos el otro efecto perverso que está generando.
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